domingo, 16 de febrero de 2014

"Buenos Vecinos": Un cuento de "Amarás en Guerra".





Advertencia
 La siguiente narración no tiene relación directa con la novela ("Amarás en Guerra"), sin embargo, refiere a algunos personajes y situaciones que le son propios.  El lenguaje empleado en esta historia es intencionalmente distinto al de la novela y contiene expresiones soeces y crudas. Se recomienda discreción.





Buenos vecinos.
Por: Arturo B. Loranca

Había estado demasiado tiempo sentado.  En el/la Internet. Comprando, “chateando”… Buscando paraísos de película con clasificación gringa delineando un éxito muy a modo mientras el culo le acumulaba hemorroides, la barriga centímetros y las nalgas dos o tres varices que hasta se había tomado la molestia de bautizar….¡Ah! ¡Las maravillas de vivir del otro lado de las vías!

Estaba bien para quien había nacido ahí, donde la vida transcurre al ritmo inventado de una melodía sobre-pensada para que la gente la mantenga igual, sobre-pensada, envuelta siempre en las circunvalaciones del cerebro en sustitución a los gritos de la macabra melodía esquinera del tránsito de abajo.  Emocionante de paso, suicida para el residente.

Finalmente lo había conseguido. Estar en casa – del otro lado de las vías - antes del anochecer, tres comidas al día y tiempo suficiente para preocuparse de aspectos de su persona que nunca le habían importando.  Mantener el peso, el traje adecuado para la junta en la que la sonrisa diplomática de obligación debía mantenerse cual credo (¿O era “cerdo”?, nunca he visto a un chancho cuajar sonrisa)… Habría sido perfecto si no por el hecho de que ya no había razón para el traje, el peso o el puto ortodoncista.  Su deseo ya había cambiado para hacer residencia en la macabra melodía que había escuchado como segunda respiración durante los años que había trabajado todas las esquinas del país engañando su camino hasta llegar al lado de las vías en el que pasaba demasiado tiempo sentado.

Si ya hasta le había agarrado el gusto a la cerveza clara el muy “pussyrrón”, pero no por ello dejaba de añorar de los cigarros sin filtro que fumaba en las calles aunque la verdad ya no les soportara ni el perfume.

Se dio cuenta que había pasado demasiado tiempo sentado porque la cola le rasgó un remiendo,  no del pantalón, sino de la piel que se usa para ir al baño después de ir al baño, cuando no pudo encontrar nada que hacer después de quitarse el traje y colgarlo de manera sacramental donde los guardaba… Los 14 impecables que le había sacado a la compañía.

La conciencia de su inflamación anal no habría llevado a nada cualquier otro día pero era viernes por la noche y si bien en otro tiempo habría tenido algo que hacer en algún lugar, desde que había llegado a habitar de ese lado de las vías, lo único que tenía que hacer era tratar de dormir aunque alguien, un cúmulo indefinido de “alguiens” (en desastrosa cercanía), le mostró el contraste de sus tiempos en un escándalo de estrambótica música de variedad más bien ojete.

“Reagetton”  o “rageton” -o como sea que se escriba - en franco afán de violarle los tímpanos que querían todo menos historias de calle que de por sí traía con acompañamientos mejores en la serenata de conciencia coagulada taponeando el conducto por el que llega el sueño.

Quizá en otro tiempo se habría levantado con un bat para amenazar a quienes le impedían el sueño;  quizá en otro tiempo no habría estado a esas horas en su departamento viendo el/la Internet sino viviendo las maravillas que un billete de a doscientos pueden lograr en el “chichisbar” de intersección más próxima al destino de su ruta. ¡A la Puta! ¡Cómo extrañaba la ruta!

Sí, en otro tiempo se habría levantado con un bat para amenazar a quienes le impedían el sueño a las cuatro de la mañana si a esas horas hubiera algo que le impidiera dormir después de haber intentado tragarse medio estante de la cantina más próxima, pero ya no era ese tiempo, aquél en el que tenía razones para querer vivir tranquilo, cuando no añoraba la calle y la ruta porque la calle y la ruta eran su vida, su pinchísima vida con olor a suicidio.

Habría podido llamar a alguien para hacerlos callar pero ya no estaba en él.  Su identidad domesticada por las reglas del buen gerente le habían enseñado que el antagonismo poco deja en la estructura de la sociedad civilizada… Además tenía poco más que hacer y la evidencia sonora indicaba que en el departamento vecino habría vida, caderas contoneantes y todo lo que faltaba en el suyo, impecable templo al milagro de china fabricación plástica y diseño americano.

Ante la opción de mirar al techo desde su acueste en la cama por indefinidos hasta el día siguiente (con intervalos lógicos para la masturbación), fraguó una estrategia para no tener otra noche desperdiciada.  Se calzó, y con la ropa de cama bajó a la tienda que serviría al propósito de comprar cervezas a la hora, hizo lo propio con dos paquetes de seis y regresó sobre sus pasos pero no los termino en el origen; se detuvo en la puerta que exudaba sones de a putear la madre a pocos metros de su departamento y, con la sonrisa entrenada de mil y una hipocresías, toco hasta que le abrieron para presentar su caso y sus cervezas con dos posibles desenlaces: 1.- un fin de fiesta a causa de queja vecinal (la suya) o; 2.- Un cabello más en la sopa de fiesteros que de ser tragado con tanta fiesta ni sería notado en la resaca que vomitaría a la noche.

¡Cómo si se hubiera requerido explicación después de la presentación de las cervezas!

Al parecer andaban cortos y para bien o para mal, sabían que el sonámbulo del vecino no sería problema… Después de todo, sabían donde vivía.

Pasó con su atuendo para dormir a cuestas y se encontró un lugar para ver a la fauna que brincoteaba en baile como los piojos de su gato.  Por lo menos los de la fiesta no sacarían ronchas… Se suponía… Decidió no arriesgarse y mantuvo su distancia.  De cualquier forma prefería ver el contoneo de las nalgas sobre-desarrolladas en cadencia que el techo de su habitación que le regresaba burlón la mirada aún y cuando se empeñaba en cansar a mano al libido  para matar al día.

¡No puede! ¡Lero, lero!

Al paso de los minutos la observación lo llevo a notar a un grupo de personas que rodeaba a una silla de apariencia desocupada y que, a pesar de las apariencias, o más bien, conforme a ellas, parecían disfrutar la velada más que él.

Cosas “peores” había visto. Al menos nadie brotaba escamas de la lengua a voluntad.

La última lata de sus paquetes se le murió en la mano. El se había tomado algunas pero como he dicho, el pueblo de aquél condado requería el resto. Lo bueno es que el borracho es solidario mientras tenga el medio de seguir borracho. Un ameno generoso le sirvió más parque de una extraña botella negra. ¡Quién sabe qué carajos sería, pero para el fin buscado, aquél medio servía más que la cerveza!
Sabía a asiento de monja… ¡Pero al resbalar, caía como whisky de 12 años!
Daba para la especie… ¡Y en qué forma!

A segundo golpe del brebaje se encontró en torno a la silla que antes había visto vacía, departiendo como todos con un singular personaje que antes no había visto ahí.  Era una criatura diezmada por los años incluso a nivel de escala. En la silla que ocupaba sus pies a penas tocaban el piso y sus hombros el borde vertical del respaldo.  Tenía una bonachona papada, erizado y largo cabello cano y, cuando era susceptible a alguna forma extraña de iluminación, parecía un aborto de fragmentos del éter translúcido de la categoría que sale cuando un cualquiera le abre a uno los ojos de un chingadazo.

Por la plática diseminada supo que se llamaba “Ein”  (aunque dudó que alguien más le llamara así) y que era capaz de expeler palabras como mierda que bien podrían haber llenado la provisión en el fondo del retrete sin siquiera levantarse de su lugar.

De entre la mierda, que por apestosa hacía imposible el ignore, se podían extraer diatribas sobre cómo las cosas son lo que creemos que son y lo que creemos está influido por las creencias de la mayoría.   Luego alguna chica le llevaría un cigarro torcido a mano para darle combustión a su jale y seguiría escurriendo.

Cualquiera podría o más bien debería haberse volteado para desestimar a aquél remedo de iluminati, pero fuera el tufo, la transparencia o un secreto calambre generalizado en el cuello, pocos pudieron. Y es que ya el cansancio había diezmado a la pista de baile.

Le dio por decir que los presentes eran hijos de una historia que se había contado hacía mucho y se repetía y se repetía y se repetía.  Del sueño al trabajo, del trabajo a casa y en casa a sentarse a matar el resto en el/la Internet. Dijo que el tedio de las repeticiones  era tan profundo que cualquiera debería ser capaz de brincar por la ventana.

Nuestro tipo de pijama no encontró inhibición alguna que lo impidiera y terminó por echarle desafío.  “Si tu saltas yo salto”.  El balbuceo salió sin imaginar ni remotamente que el cabroncete se izaría y abandonando la crianza de mojones verbales, correría hacia la ventana abierta para dejarla atrás con un poderoso brinco.

El frió de afuera se le impactó en la cara como a todos y es que sin notarlo, todos los congregados habían corrido hacia el agujero que los separaba a nueve pisos de las vías a ras de calle.  En la oscuridad beligerante negada a disiparse ante los embates de la luz del departamento, y el alumbrado público de abajo, todos se vieron forzados a invocar a la confusión, la anticipación, el miedo y algunos otros sentimientos infames que terminaron por bajarles la borrachera.

No se veía nada ni abajo ni arriba ni a un lado ni al otro.  Nada, claro, salvo la escena nocturna de todos los días para el que se asomara desde la ventana. Del chaparro nada.

Cayó en cuenta de que había dicho que brincaría tras el otro y perdió gravedad en los testículos como si ya hubieran saltado sin él.  En lo que todos seguían preguntándose qué había pasado, le corrió para la puerta, al pasillo y de ahí a la puerta de su cubil a algunos metros.

¡A la verga! ¡A la casa!

Pero no, cuando se vio del otro lado del umbral traspasado no encontró ni verga ni hogar sino otra vez la fiesta, el reggaeton y el sujeto en la silla esperándolo con una sonrisa.

“Ahora saltas tú”

La infame música se detuvo de golpe y todos lo voltearon a ver amenazantes.

¡Pinches montoneros!

Gritó, golpeó, pataleó, arañó y hasta se permitió suplicar.  Ya para cuando terminaron de someterlo llegó a la conclusión de que aquello no estaba pasando y, luego, cuando lo empezaron a acercar a la ventana se dijo a si mismo que todo tenía que ser una broma de borrachos, que lo soltarían y se reirían a su costa por haberse colado a la fiesta.  Estuvo a punto de creerlo cuando de nuevo se vio en la ruta – de la ventana al vacío -y finalmente en la calle, del otro lado de las vías, de donde había venido.

Alguien en algún lado se cagó de risa.

A sus deudos –porque a final de cuentas tuvo deudos que lo habían mandado al carajo hacía algunos años- les dijeron que se había suicidado y que el seguro de vida no aplicaría para dejarles buen recuerdo.  Y desde la esquina una botella negra con un chaparro transparente les sonreiría.

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